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En ocasiones, y en esta excepcionalidad es que hemos de situar la propuesta estética de Eddie Mosler, esa ilusión óptica que entendemos como obra de arte, además de ser una fantasía que nos encandila, cuando nos encandila y no es una más de las subespecies con que trafica la industria de la cultura, con la intervención de factores cuya naturaleza escapa a la comprensión racional pero que han sido estudiados por la neurociencia casi hasta la extenuación, se convierte en un hecho trascendente y vital que pone a nuestro alcance un venero inagotable de sensaciones y estímulos que no solo alivian lo áspero de nuestra cotidianidad, tan decisivamente predeterminada por las imposiciones del grupo al que pertenecemos en el que confundir la humildad con la resignación, la melancolía con el aburrimiento, lo que está en reposo con lo agarrotado y la tradición con prejuicio es una norma de conducta, sino que activan nuestra imaginación y enriquecen todas nuestras capacidades, aunque no las hallamos adiestrado con las adquisiciones, digamos culturales, que pudimos atesorar a lo largo de nuestra vida.

 

Ni esos condicionantes ni las coacciones con que se nos imponen, han podido evitar que el hombre, dotado por la naturaleza sólo para vivir en un improrrogable periodo de tiempo pero que se comporta como si habitara en la eternidad sin hacer caso alguno a la desbastadora acción del tempo y acumulando todo lo acumulable, incluso hurtándoselo a los otros, pero que posee muy estimables cualidades, tal tan elocuentemente proclama el discurrir de la historia, se entregara al disfrute de esa inutilidad que es el arte por cuanto no satisface necesidad práctica alguna, para hacer tolerables su existencia.

 

Desde el neolítico en que empezó a pulimentar la piedra hasta la Edad Media en que aprendió lo peligroso que es utilizar el libre albedrío y desde aquí a nuestra era de la estadística y la robotización en la que se acostumbró a prescindir de él y dejarse llevar por los consejos de la unanimidad, el humano, a pesar progresivo deterioro que acusan aquellas capacidades tal viene a demostrar el hecho de que tras siglos de existencia aún no halla encontrado otro procedimiento, que el hacer uso de la barbarie y de la violencia para resolver sus desacuerdos con los de su misma especie, ha cesado en su empeño de practicarlo con cuanto estuvo a su alcance. A veces para embellecer su doméstica cotidianidad y otras, las menos, para saber algo más de los que sabe de su yo y del yo de los otros y salvarse, singularizando el suyo y ayudando a que el del otro se singularice, de la empobrecedora uniformidad en que debe discurrir su vida.

 

Estas generalidades, preguntas al que nos hizo como nos hizo y a lo que nos hizo como somos que exigen la más racional de las respuestas, no responden a otro propósito que el de fundamentar, sin las especulativas vaguedades con que se suele salir del paso al tratar de cuestiones con el arte relacionadas, la obra de este pintor, nacido en la ecuatoriana ciudad de Quito en 1975, resiente en Guayaquil y, pese a sus no muchos años de existencia, con un muy extenso historial curricular tanto en su país y otros de la América Latina, Panamá, Colombia o Perú, como en los Estados Unidos del norte de su continente, en Inglaterra y en España, donde en las galerías Abel y Gaudí de Madrid mostrara sus obras en el año 2002

 

Su ideario estético, si sustentado básicamente en el simbolismo de la forma, configuración, contorno y estructura que esta es su definición, se articula en torno a las consideraciones que se contienen en las circunvalaciones anteriores, de donde se deriva que debemos entender sus cuadros como respuestas a preguntas que él a sí mismo se formula empujado por las insatisfacciones que le produjeron las que pusieron a su disposición los libros de filosofía del arte y también los de historia, los que se ocupan de la antropología y los llamados sagrados, que se guardan en las más altas e inaccesibles estanterías de las bibliotecas.

De aquí su constancia en perennizar con imágenes duraderas su paso por este mundo para que los que lleguen después sepan que existió y cómo resolvió su existencia y de aquí también las arrebatadas o sosegadas cadencias cromáticas con que, conturbado por la realidad visible o mirando la placidez de los cielos, dinamiza los espacios; la valoración del color como significación y como elemento significante; ese mesiánico misticismo que le lleva, según sus propias palabras, a entender el tiempo como un eterno presente cuyo centro gravitatorio es él mismo por cuanto instrumento del universo al servicio de la gente y que su obra nos parezca que no proviene de ninguna suerte de teórica preconcepción asumida, sino que bien puede ser entendida como conclusión de un proceso de síntesis y eliminación de lo accesorio o circunstancial, por lo que sabemos arduo tanto como gratificante, lo que le condujo no solo a prescindir de cualquier referencia a la figura humana y la geometría constructiva del entorno, abstrayendo sus componentes hasta hacerlas desaparecer, sino, tocando fondo para no defraudar el cósmico misticismo redentor y primario que define su personalidad, prestar atención, más que a la técnica de los procedimientos, en cómo hacer del cuadro un instrumento contra la pasividad y la indiferencia en el que las categorías estéticas, pese a la importancia que dio a su aprendizaje, tienen un papel secundario porque lo que verdaderamente propone es, con un lenguaje esencial del que ha eliminado el discurso y la reiteración, hacerlo portador de emociones y sentimientos para darle utilidad a su tan consensuada inutilidad.

Antonio Leyva

De las Asociaciones Española e Internacional de Críticos de Arte

Madrid, Agosto de 2018

Original y Revelador

La pintura tiene una misión...

 

Y esa misión puede ser, por ejemplo, la conexión con algo más global, más revelador y superior; “Es importante – afirma el pinto ecuatoriano Eddie Mosler (Quito, 1975) – que uno mismo pueda explorar y ser su propio maestro; es justo ahí donde nace la originalidad y la conexión cósmica”. Y su condición de autodidacta es una explicación de dicha afirmación; para Mosler todo, en realidad, está dentro. Así el artista, sintiéndose parte de algo más global, más grande resulta que reconoce utilizar el universo como inspiración. Esta interesante proyección, además de un buen cúmulo de intenciones, puede suponer un interesante y destacable punto de partida. Y su personal propuesta aparece creada con el código de un estimulante lenguaje abstracto.

 

El caso de Eddie Mosler confirma, por otra parte, el estímulo que muchas veces pueden suponer los premios y reconocimientos que comenzó a cosechar ya desde niño y de forma autodidacta hasta los días de hoy: ahí se encuentra el arranque de una carrera de pintor que habla de conexiones, del valor de la contemplación y de la revelación y de la conciencia, entre otros conceptos y valores.

 

La maestría está dentro, y también, incluso, la magia. Y el propio Mosler afirma sentirse un mero instrumento, un mero catalizador o mediador de dichas energías. Su obra en técnica mixta: óleo, acrílico, fuego y escarcha, nos habla de cuadros que buscan dar forma al eterno presente. Su abstracción nos habla igualmente de una fusión constante de componentes para hacerse nada menos que receptor del Universo. Una abstracción que consigue arrastrarnos por su innegable y enigmático ritmo. En sus cuadros asoman nubes, magmas, formas indefinidas pero que parecen llenas de coherencia y de vida; en sus lienzos algo parece estar vivo. El pintor desea, además, reforzar el concepto de sanación que el arte conlleva en si mismo; un concepto que, por cierto, tendemos a pasar por alto.

 

Ser original y también revelador...

 

En ese plano físico o tridimensional, el artista no parece perseguir la belleza o lo estético como normalmente la percibimos o la entendemos y sí, mejor como una filosofía que se agarra a lo estético que a modo de atmósferas en creación última y da forma a una obra que ofrece una sugestiva propuesta de comprensión y de orden. Sus abstractos componen ese eterno presente y una pintura que parece manifestarse en tiempo real, como si no estuviera no ya filtrado sino creado. Sin duda, en su caso esa bella e interesante idea del eterno presente se destaca de alguna manera como un concepto – además de original – plenamente revelador. ¿Tal vez materia y tiempo puedan ser lo mismo? Tal vez.

 

En la pintura de Mosler lo revelador consiste en sacar fuera lo profundo, todo lo que hay dentro. Lo que, en realidad, siempre ha estado ahí. Y que, aunque no se muestre sigue estando y actuando.

 

En sus cuadros el tratamiento del color es un elemento claramente importante en si mismo, y en ellos aparecen también toda suerte de huellas, estructuras libres y formas que parecen caer como mágicas cascadas de luz que, también en realidad, responden a algo predeterminado y con la fuerza suficiente como si algo estuviera vivo y actuando; algo bulle y sugiere mostrarse a un nivel casi microscópico o celular. Como una revelación de formas que parecen autónomas, como con vida propia y no pintadas, y en las que perderse y encontrarse… así es como puede percibirlo el espectador del cuadro y analizar lienzo a lienzo la naturaleza, el mensaje y la profundidad de cada impacto que la obra ofrece a la mirada. El artista ecuatoriano parece lograr una belleza que es a un mismo tiempo tanto búsqueda como hallazgo. Sin duda, su planteamiento es plenamente original.

 

Además de su país natal, Ecuador, Eddie Mosler ha exhibido su obra pictórica – desde el año 1998 – por países como Panamá, España, Estados Unidos o Colombia.

Margarita Iglesias

Periodista y Comentarista de Arte

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